viernes, 6 de marzo de 2009

Cortázar y sus lecciones de libertad

Cortázar y sus lecciones de libertad
Tomás Eloy Martínez
Para LA NACION

El 12 de febrero de 1984, un domingo del que se acaban de cumplir veinticinco años, Julio Cortázar murió en el hospital St. Lazare, en París. Un mes antes había atravesado por última vez la puerta de la casa de la rue Martel, donde se refugió tras la pérdida de Carol Dunlop, el gran amor de su vida. En diciembre había regresado a Buenos Aires para celebrar en las calles la reconquista de la democracia. Pidió una audiencia con el presidente Raúl Alfonsín, pero regresó a París después de esperar en vano una respuesta.

Más de una vez hablé del tema con Aurora Bernárdez, su primera y devota esposa, a quien el escritor confió el cuidado de su obra. Aurora, que lo conoció como nadie y estuvo junto a su cama en los días finales, recibió por terceros una explicación del incidente, según la cual nadie le avisó a Alfonsín que Julio quería verlo. Un literato notorio habría sugerido a los asesores que el presidente no lo recibiera, porque la figura de Cortázar, demasiado identificada con los movimientos revolucionarios de Cuba y de Nicaragua, irritaría a los militares que aún no se habían retirado por completo. Aurora supone que debió de ser así y desliza el nombre de alguien que, según ella, jamás le perdonó a Julio el lugar de privilegio que ocupaba junto a otros grandes como Fuentes y García Márquez.

Cortázar nunca se repuso de esa herida. Sabía que no iba a regresar, que la leucemia le dejaba pocas incertidumbres sobre la proximidad de la muerte. Se llevó, al menos, el cariño de los jóvenes que lo reconocieron por la calle, los recuerdos de un par de jueves de ronda con las Madres de Plaza de Mayo, los aplausos que lo hicieron llorar en una función de Teatro Abierto.

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