sábado, 5 de julio de 2008

Propósitos

Por J. M. Pasquini Durán

La celebrada liberación de Ingrid Betancourt y otros catorce rehenes de la guerrilla colombiana, mediante un incruento operativo comando, es un incuestionable triunfo político-militar del conservador Alvaro Uribe, el único aliado incondicional de Bush en Sudamérica. Para medir la dimensión política del suceso, aparte de su valor humanitario, basta recordar la soledad argumental de Uribe en la última cumbre presidencial del Grupo de Río, cuando el mandatario de Colombia, electo dos veces por una sólida mayoría de votos, defendió su estrategia militar, y la de Estados Unidos, para acosar a las FARC y recuperar a los prisioneros. Los familiares de los retenidos en la selva, algunos por más de diez años, temían que esa confrontación pusiera en serio peligro la vida de los que quedarían a merced del fuego cruzado. Esos temores parecieron confirmarse cuando un ataque del ejército de Uribe arrasó el campamento de Raúl Reyes, instalado en la frontera del lado ecuatoriano, utilizando tecnología y armamento de última generación, disponibles en el Pentágono y, por extensión, en el ejército israelí. El llamado Plan Colombia para combatir el “narcoterrorismo”, en el que la Casa Blanca lleva invertidos 5400 millones de dólares, prevé asistencia financiera y militar, además de la provisión de equipos, armas y recursos humanos.

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