Por Julián Varsavsky
Difícilmente una ciudad europea podría ser mejor definida por un adjetivo literario como Praga, una ciudad kafkiana a todas luces y penumbras. Para un lector de El Castillo o La Metamorfosis, las calles y el ambiente de Praga resultan extrañamente familiares, aunque el gran escritor checo no la mencione en esas obras. Basta para ello con acercarse a la puerta del edificio de tres plantas de la calle Na Porici 7 –donde funcionó la Compañía de Seguros contra Accidentes de Trabajo en la que Kafka ejerció la abogacía 12 años–, para ver tras sus líneas neoclásicas de estilo francés un pequeño hall de mármol dividido por mamparas de vidrio. Detrás de las mamparas se vislumbran, increíblemente todavía, unos largos corredores con escritorios atestados de polvorientas cajas de cartón, en medio de un universo asfixiante que no puede ser otro que el que inspiró El Proceso, la historia de aquel desamparado señor K acusado de un crimen improbable.
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