lunes, 17 de marzo de 2008

Trelew

Por Juan Schjaer
¿Cuántas muertes nos hubiéramos ahorrado todos los argentinos si las prisiones preventivas dictadas la semana pasada por el juez federal Hugo Sastre contra los responsables de la Masacre de Trelew hubieran sido dictadas el mismo 22 de agosto de 1972? Es difícil responder, pero seguro que muchas, miles. Porque, para mi generación, la impunidad de aquella masacre fue determinante cuando debíamos decidir qué hacer, cuando tuvimos que decidir si mirábamos hacia otro lado o nos incorporábamos a alguno de los movimientos políticos vigentes, independientemente del compromiso que estuviéramos dispuestos a asumir. Del compromiso y de los riesgos que, por cierto, no dependían de nosotros. En mi caso, los fusilamientos de Trelew terminaron con la felicidad de nuestra casa familiar, un ambiente muy politizado pero siempre pacifista, por donde habían pasado intelectuales, artistas, militantes políticos de distintos partidos, con nombre y apellido verdaderos, con trayectorias públicas reconocibles, cargados de historias que el tiempo transformó en leyendas.

El bombardeo a Plaza de Mayo pertenecía a la historia, era parte de la leyenda urbana, tenía algo de irreal para los adolescentes que en 1972 teníamos 16 años. Los fusilamientos de Trelew, en cambio, eran una canallada que se podía sentir en carne propia, eran una amenaza. Y cualquiera de nosotros se podía identificar fácilmente con cualquiera de los jóvenes que habían intentado escaparse de la cárcel de Rawson una semana antes de que los fusilaran. Envidiábamos la tranquilidad con la que se habían entregado luego de perder el avión que los hubiera llevado a la libertad, la convicción con la que actuaban.

En aquel entonces yo me devoraba toda la prensa política que caía a mis manos y, aunque confieso que me costaba creer, ya en aquel entonces, que fuéramos capaces de torcer el rumbo del mundo, no podía dejar de sentirme solidario con aquellos militantes que habían sido fusilados por un puñado de cobardes.

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